Hubo un tiempo en que por efectos de mi trabajo tuve que viajar con mucha frecuencia y tenía ya rutas establecidas, en esta ocasión tenía que ir a Cd. Guzmán, Jalisco. Cuando iba a este lugar acostumbraba salir de mi centro de trabajo por la carretera a Guadalajara y de ahí a mi destino, por la desviación a la costa de Michoacán, quedándome a pernoctar en ése lugar.

Esta vez decidí cambiar de rumbo y empecé mi viaje por la carretera a Toluca, deseaba pasar por el lugar llamado “Mil Cumbres”, había oído decir que algunos hombres le tenían miedo por sus curvas y por la niebla, en fin por alguna razón personal, salí temprano, hacía mucho frío, no había suficiente claridad, a pesar de que era hora de que el astro rey asomara sus primeros rayos.

Empecé a sentir sudor frío rodar por mi cuerpo y poco a poco mis músculos se tornaban torpes y tensos. No era para menos, el panorama que se me presentaba no era muy placentero, carretera húmeda, resbalosa, y con una densa niebla que me hizo encender los faros altos del auto. A la izquierda la Sierra Madre Occidental o Sierra Michoacana en ese tramo, solo nubes grises y sombras de las cumbres de las montañas; curva izquierda, a la derecha, sube, otra curva derecha, a la izquierda, bajada pronunciada, frenos de motor, sudor frío, mis ojos fijos en el camino y mi corazón acelerado.

Al llegar a la planicie, todo el panorama cambió, una placentera armonía del rio y su corriente mansa y melodiosa, miles de pajarillos cantando y revoloteando al ras de la corriente buscando algún alimento o pececillo juguetón o saltarín, que brincando fuera de las aguas como si quisiera conocer otro mundo que no fuera el propio, y a veces encontrando el pico de alguna ave robusta y hambrienta y encontrar el fin de su existencia cumpliendo su ciclo vital. 

Después de un breve descanso, seguí mi camino ya trazado, a pocos kilómetros, llegué a un pueblo llamado “Contla”, es un lugar pequeño; pero era el centro comercial de la región. Pasé frente al mercado y tuve que detenerme porque del lado izquierdo cruzaba la carretera una pareja de ancianitos, que al pasar frente a mí, me hizo una señal para que me detuviera, con una sonrisa clara, suave y muy agradable, me pidió de favor que los llevara a “donde yo iba”, esa fue su petición. Desde el primer instante en que se acercó a mí sentí simpatía por los ancianitos con aspecto tan especial, bajé del auto y les abrí la portezuela de atrás del lado derecho.

Estaban impecablemente vestidos de blanco a la usanza de la región, él calzón largo ceñido con una cinta de muchos colores, camisa sin botones, manga ancha de tres cuartos de largo, ambos bordados con grecas y pequeñas flores de colores; Ella, falda blanca larga y también con una cinta igual a la de su acompañante, la blusa era muy llamativa con holanes y espiguillas de colores, cuello cuadrado enmarcado con grecas y flores también de colores, la señora lucía un hermosísimo reboso bordado en blanco y pequeñísimas flores rojas y azules con hojas verdes.

Reanudamos el camino y en el transcurso de la plática me enteré que ella se llamaba Mere y él Chinto, yo los veía por el espejo retrovisor, me contaron que ellos viven en Contla desde que eran niños y pastores, al crecer llegaron a amarse, uniéndose aún sin permiso de sus padres, debido a que el padre de Mere quería “juntarla” con el dueño del cajón de ropa Don Tacho, hombre rico de ese lugar. El motivo de su viaje a Cd. Guzmán era visitar a su hijo Juan de Dios Nahualitl, primera sorpresa para mí, llevarle un regalito que le tenían desde hacía tiempo. Me enseñan una cajita de madera bellamente decorada en fondo negro con motivos de colores múltiples, denominada original de “Olinalá” por el respaldo del asiento del lado derecho, un trabajo verdaderamente hermoso, me entrega un papel con el nombre y dirección del hijo de Don Chinto; segunda sorpresa y me dijo con una sonrisa que me hizo recordar las tarjetas de Navidad con las mismas sonrisas que les ponen a los pastores y Reyes Magos; y que como yo iba para allá, les hiciera el favor de entregar el regalito para el hijo de los ancianitos Mere y Chinto.

Acepté; pero muy sorprendido, imperó un gran silencio por espacio de varios kilómetros en los que me entretuve en atender la bajada, porque había terracería suelta y las llantas patinaban de vez en vez. En el momento que volví la vista al espejo, sentí que me golpeaban la nuca, y frené en una forma tan ruda, que el carro se coleó y le di un golpe contra la falda del cerro: Los señores ¡NO ESTABAN!

Afortunadamente no quedé parado en el arroyo de la carretera, quedándome un rato bien largo tratando de entender lo que había pasado. La cajita “ahí estaba”, el papel con la dirección también. ¡Dios mío! ¿Qué pasó? Las dos veces que me sorprendí, fue porque precisamente a Don Juan de Dios Nahualitl era el cliente a quien tenía que visitar y cobrarle una factura y la dirección justo donde tenía yo que llegar. Una vez que me repuse del acontecimiento seguí hacia Cd. Guzmán y llegar a entrevistarme con Don Juan de Dios.

Antes de ir a verlo, estuve como media hora mirando la cajita sin tocarla, sentía algo que no comprendía, sentí curiosidad de ver lo que contenía; pero verdaderamente me dio miedo.

Metí la cajita en un sobre de papel manila, tomé mi portafolio y me presenté como otras ocasiones; pero ahora sumamente nervioso y sin esperar más le dije:

– Don Juan de Dios, pasé por Contla y encontré a sus papás y le enviaron esta cajita. Una carga de sorpresa, enojo, desconcierto o no sé qué; pero me dijo gritando:

– “Que fregaderas son esas, esa caja yo se la pedí a Mere y no me la quiso dar, ahora usted me sale con eso. Mis padres murieron cuando se les quemó su casa, ahí en Contla frente al cementerio”.

Me quedé frío, solté el portafolio y mi expresión debió ser como de un cadáver.

Nunca he podido narrar mi última sorpresa.

Jorge Enrique Rodríguez 2020

27 de noviembre de 2019.

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