Un manto de terciopelo azul, que guarda un tesoro infinito de luces, astros e ilusiones, busca un sitio donde desplegar su amplitud y magnificencia no encontraba un mortal en quien vaciar la bondad del Supremo Creador. Ésta búsqueda celestial era acompañada de un viento suave, perfumado de aromas de flores y acordes musicales de sus habitantes: “Palomas mensajeras, deténganse en su vuelo, si van al paraíso, sobre él volando están… ”

Ahí, en el fondo de un jardín lleno de tiestos de rosas de todos los colores, se encontraba jugando una pequeña niña que se oía decir a la muñeca que tenía en sus brazos:

– “Como ves, Lucita, me gustaría que tuvieras por ojitos, dos estrellitas, como esas que se ven allá, señalando al manto celestial. De inmediato y en forma paulatina el jardín empezó a iluminarse, cintilando, con puntos muy pequeños, en lo que la niña platicaba con su muñeca; se vio envuelta en una brillantísima luz y la muñeca exclamó con admiración:

– ¡Eres muy bella Citlalli!”.

La niña sorprendida, dirigiéndose a la muñeca:

– ¡Lucita!, ¿Tú hablas? ¡Mira, tus ojos que lindas estrellitas!

Citlalli, con el corazón henchido de felicidad y abrazando a Lucita con todas sus fuerzas, como si quisiera guardarla en su alma, corría, cantaba: “Palomas mensajeras…”, jugaba, reía, plena de inocencia. Su hermoso vestido de lino blanco, delicadamente bordado a mano por su madre; pequeñas flores y pajarillos de colores; su pelo dorado, abundante y entretejido en dos gruesas trenzas como dogales de oro. Al ritmo de sus bailes y giros parecían dos centellas que surcaban el firmamento en pleno día.

Las flores cubrieron montes, valles y los árboles ya frondosos dieron albergue a miles y miles de pajarillos durante muchas primaveras, los frutos maduraban llenando de gozo el corazón de los habitantes de aquellas hermosas campiñas, lo mismo que se perdieron hojas cayendo al suelo y fertilizando el campo donde esperaban a que la siguiente estación fuera más fértil, más plena de natural belleza.

Una tarde de plácido descanso con aureola rojiza a punto de dejar el paso libre a su eterna espera del amor a la luna de enero; el jardín de su acogedora casa, Citlalli platica con su linda amiga, que parece haber conservado la frescura de cuando estaba nueva, su muñeca Lucita; le decía así al oído:

– “Lucita, me siento triste, he oído platicar que existen otros jardines al final del camino, y me agradaría conocer ese lugar”.

Con una voz de angustia infantil le contestó Lucita:

– “No Citlalli, no lo hagas, no conocemos el lugar y me ha dicho la “Estrella Madre”, que hay seres hermosos, que en su belleza esconden su maldad. No te dejaré ir.

A pesar de las advertencias de Lucita, y aunque Citlalli tenía algunas dudas, dirigió sus menudos pasos hacia esa parte del invernadero, llevando ahora su cabello suelto, y siendo juguete del tenue viento que en ese momento se sentía, parecía el rostro de una virgen rodeada de un halo dorado de impresionante belleza.

Recorrió el lugar no sin admirar la belleza de las flores, era tal la variedad que resultaría imposible narrar la belleza de cada una de ellas, que contemplaba absorta Citlalli. Blancas y aromáticas azucenas, rosas rojas como la sangre, rosas color durazno, moradas buganvilias, claveles blancos, inmaculados; alcatraces perfectos, conos de abundancia en el jardín que no tenía principio ni fin, pues Citlalli no se percató del momento en que se introdujo en aquel paraíso de belleza inaudita, única, angelical. De repente, ¡Ah! Ahí estaba, El Ave del Paraíso, solo una, erguida, esbelta, desafiante, armónicos colores rodearon su figura, dorado, azul intenso, dominante.

Absorta estaba Citlalli en la contemplación de éste ejemplar, cuando escuchó una voz, melodiosa sin dejar de ser varonil que le dijo: “Citlalli soy yo, el Ave del Paraíso”, con un cándido suspiro de admiración y virginal pudor, Citlalli se concretó a preguntar:

– ¿Quién eres tú? ¿Acaso una infantil ilusión? o ¿Llevas un castigo en tu apariencia?

– “No Citlalli, no soy un castigo, soy lo que soy y me siento feliz, soy una flor muy bella y en este caso, soy el mensajero de mi Tlatoani, para darte una noticia. Vas a realizar puntualmente lo que te indique, no soy yo quien va a hablarte, sino mi Señor”.

– De tu cabello vas a tejer un cordón del tamaño de tus dos palmas, y una vez terminado el cordón, con una de tus horquillas vas a sacar del suelo al “Ave del Paraíso”, completa, con sus tubérculos, lo atarás con el cordón hecho con tu cabello, lo trasplantarás en el macizo que tienes en la ventana de tus habitaciones y deja que el tiempo transcurra.

La vegetación creció, arias siembras se lograron, el Ave del Paraíso alcanzó un desarrollo de esplendor y fortaleza como nunca se había visto en esos campos. Citlalli alcanzó una belleza que los ángeles le envidiarían, ojos negros brillantes y profundos como la noche misma y su cabello dorado deslumbrante y en abundancia tal, como el Dios Sol y su piel blanca y suave como la luz de la luna. En una noche cálida de finales de verano, vio que su ave del paraíso había sido arrancada del tiesto de su ventana, muy triste vio hacia los volcanes añorando sus sueños infantiles. El otoño y el invierno pasaron, entre polvo de estrellas salió de sus ojos recordando a su Ave del Paraíso.

En una tarde primaveral, sentada al borde del camino que lleva a los volcanes, se ve a lo lejos una sombra, que a cada paso se va definiendo como una varonil figura, erguida, desafiante, y ostentando su pendón guerrero, bordado en finísimas plumas de quetzal, y cabellos de oro, un “Ave del Paraíso”. Una luz azul celeste, cada vez más brillante, envolvía a estos dos seres, no hubo palabras capaces de describir el encuentro, solo, una mirada profunda e inefable. El “Guerrero Águila” tendió la mano derecha, en la izquierda sostenía su estandarte, caminando ambos hacia el horizonte que paso a paso se elevaban como si viajaran en una nube perdiéndose en el firmamento confundiéndose con la claridad e intensidad de la luz del sol.

Jorge Enrique Rodríguez.

5 marzo 2005.

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