A través del tiempo un tema preponderante ha sido la “Amistad” y para el hombre es un enigma, hasta ahora imposible de entender, este es el tema que pretendo abordar, espero entender yo mismo, lo que voy a narrar.
Contemplando la maravilla del pequeño valle en La Marquesa, municipio de Ocoyoacac, del Edo. de México, compartían alegremente dos familias del rumbo de la laguna de Salazar. En una parte del lugar donde estaba plano el terreno, jugaban con una pelota, Jacinto y Tito, contra Lucio y Beto, pateaban la pelota, gritan, ríen, corren, de repente se cae alguien, felices. Sobre el pasto y a la sombra de varios árboles tendieron un mantel grande y sobre de él, estaban colocadas varias cazuelas, con mole una, con arroz otra; había un tompiate con tortillitas hechas a mano, otra cazuelita con frijoles refritos; estaba también una garrafa con agua fresca de limón con chía, también platos, cucharas y cuatro jarritos típicos propios del lugar. Las mujeres se afanaron por acondicionar el lugar, encender una fogata, que sería vigilada, calentar tortillas y tener todo listo y comer. Lucha y Gela, llamaron a los hombres:
– ¡A comer, a comer! El que llegue al último carga los trastes de regreso.
Jacinto, Lucio y los niños emprendieron sendas carreras para llegar primero y no cargar los trastes; pero a medio camino Lucio tropezó y cayó al suelo, lastimándose un codo.
– Yo llegué primero, yo no cargo, (dijo Jacinto).
– No se vale, (dice Lucio), me caí.
– Por tarugo, tú cargas. Se dejó escuchar una risa estridente y generalizada.
Transcurría la ingesta de alimentos en un gran regocijo, entre mordidas a las tortillas hechas taco, cucharadas de arroz, mordidas a las piernas y la pechuga del guajolote y uno que otro sorbito de la rica agua de limón con chía; transcurrió una buena parte del tiempo, se tendieron a descansar, los papás se durmieron los muy güe… flojos; los niños casi de inmediato seguían correteando tras la pelota y pateándola para meterse goles uno a otro. Gela y Lucha, recogiendo los menesteres del paseo, para bajar al riachuelo a lavar la loza y subieron al lugar donde aguardaban y dormían los varones, para preparar el regreso; en unos diez minutos estaban listos para ir a la carretera a esperar el guajolotero que los llevaría a su barrio. Como era un día entre semana, tuvieron la suerte de que el camión fuera medio vacío, acomodándose empieza el regreso, los niños platican y Tito le pregunta a Beto:
– ¿Ya le dijiste a tus papás que tienen que ir a ver al maestro?
– Cállate menso, ¿No qué eres mi amigo?
– Por eso te recuerdo para que no tengas problemas.
– A ver Tito, ¿Qué fue lo que pasó? (Tito permanece callado).
– Beto, por favor dime ¿Qué pasó? (Jacinto pregunta al niño).
– Cállate marica. (Le grita a Beto).
– Mejor pregúntele a él, es mi amigo.
– ¿Por qué le tienes miedo? (Beto se queda callado).
– Esa maestra es muy criminosa. (Dice Lucha).
– Llegando a casa hablamos Tito. (Dijo su papá).
Lucio el papá de Beto, le recrimina su proceder.
– No debiste acusar a Tito, es tu amigo.
– Papá, mi maestra y mi mamá me han dicho que siempre diga la verdad, ahora lo hice; pero parece que Tito se enojó mucho.
– ¿Sabes por qué llamaron a tus padrinos?
– Porque Tito les pega a las niñas y a los niños chicos, a veces les quita su itacate.
– Mi compadre le va a poner una de padre y señor mío. Apúrense, ya los compadres de adelantaron.
Ya en la adolescencia, les empezaron a gustar las niñas y por azahar del destino les gustó la misma niña, Azucena Cuautle, hija de Gaudencio Cuautle, dueño de la tortillería.
Una tarde a la salida de la escuela, Beto se dirigió a su casa, necesariamente tenía que pasar por la tortillería y al momento de pasar por la puerta, sale Azucena, encontrándose a los dos niños; y ella lo saluda y le da un beso en la mejilla, justo atrás unos metros, venía también Tito y le grita:
– Oye marica, no te metas con mi novia. (Le dice a Beto).
– Qué te pasa, no somos nada, (Dijo Azucena).
Sin más preámbulos le suelta un puñetazo a Beto, que le sangra la boca y cae al suelo. Beto sin intimidarse se levanta y se lía a trompones, “eran dos amigos”. Salió volado Don Gaudencio a apartó hacia adentro del negocio a la niña.
– Yo te vi Tito, tú empezaste. Le dijo su propia madre Lucha.
– Mira lo que le hiciste a Beto, tu padre te va a castigar, que me va a decir mi compadre.
Cada quien se llevó a su chamaco uno amenazado de una golpiza del padre y el otro a la botica, Azucena estaba llorando por lo que pasó, mientras murmuraba:
– Pobrecito de Beto.
El tiempo pasa inexorable, dejando huellas para bien o para mal, que en el transcurso de nuestra existencia, más adelante lamentaremos o disfrutaremos. El no perdona cuando lo pierdes de vista o se te escapa como el agua entre los dedos.
Quince años después de la riña, el tiempo pasó, los chamacos crecen, los ancianos fallecen y los vamos a despedir en interminables filas de dolientes de todas las edades; pero regresan a la memoria los amigos de la niñez. Beto y Azucena se casaron y tienen una linda niñita, que la bautizaron con el nombre de Citlalli. Él es un brillante abogado que por méritos ha sido nombrado Juez del Municipio de Ocoyoacac, y al revisar los expedientes de los condenados que van a ser trasladados al reclusorio del estado, se encuentra el expediente de Tito, condenado a cadena perpetua por el asesinato de tres personas, una de ellas, su padre. El expediente tenía un año sin movimiento Tito llevaba tres años recluido, debido a que hacía un año que no había juez de oficio. Este asunto lo consternó y juró que iba a sacar a su amigo de ahí; revisó papel por papel, declaraciones fotos y evidencias, solo había una daga que es de él, con la que mataron a las víctimas; pero ninguna prueba era definitiva, faltaban el análisis de las huellas de la daga. El juez se tardó más de cuatro semanas, analizando el caso, hizo un viaje a México, para rectificar algunas fallas en los dictámenes. Estaba un sobre sin abrir, dirigido al MP del municipio de Ocoyoacac; pero fue devuelto porque pedían que lo recibiera el juez y no había tal. Con toda la autoridad que le da su investidura de juez, abrió el sobre y ¡Oh! sorpresa, es el dictamen del médico forense sobresalía el mensaje muy claro:
Jorge Enrique Rodríguez.
20 de octubre de 2020.