En una habitación alumbrada solo por la luz parpadeante de cuatro enormes cirios recién encendidos y propiedad de la funeraria, se escuchan murmullos en un rincón donde están rezando un rosario con una monotonía que daba sueño; en otro grupito estaban contando cuentos subidos de color o de viudas lloronas, e impacientes.

La viuda de esta historia, de buen lejos y mejor cerca; busca ya con los ojos con quien lograr consuelo a los anhelos insatisfechos de su pobre maridito ahí tendido. La señora lloraba y lloraba; pero no dejaba de saludar a cuanto varón entraba a su casa, solo o acompañado, desde luego el abrazo de condolencias, algunas veces se prolongaba más de lo necesario; escuchándose el desagradable ruido de una nariz mal aseada y escurridiza.

Las plañideras desarrollando su oficio, sin ninguna devoción y solo esperando que pasen las cuatro horas para lo que fueron alquiladas, y mirando quién entra y sale, contándole los cafés con piquetes que se está recetando la del 9.

Los mecánicos, amigos del difunto, no dejan de hablar en voz baja, ¿De qué? Claro, de la viuda.

– Mira, “que buena la dejó el difunto”.

– “Voy a lanzarme al entierro”; decía otro.

Aquel grupito de vecinos que está en el pasillo contando chistes colorados y de todo color, risas disimuladas, una total falta de respeto para el difunto.

Sólo, en un rincón estaba un jovencito de unos catorce años, morenito de pelo lacio y cortado al estilo actual de las tribus urbanas; muy en lo profundo musitaba:

– Ya lo ves ruco, el alcohol te cobró la factura, por eso tu esposa no te quería. Los “compas de la banda” me insisten en que trabaje con ellos, ya sabes de qué es la chamba; pero no quiero, ayúdame desde donde estés.

Dentro del ataúd, el difunto cavila:

– Está muy oscuro, no puedo moverme, ¿Se habrá ido la luz? Estoy oyendo la voz de mi cachorro; pero no lo veo. ¡Lucrecia! grita sin resultado, nadie contesta. Oigo la voz de mi Nacho, pero no lo veo, y ayudarle, ¿En qué? Soy un hijo de…”

Flora la de las garnachas, se arrima a la ventanita del ataúd y le dice:

– ¡Ay… ni Tori!, no se nos hizo, te estuve esperando.

El difunto continúa cavilando:

– Mi Nachito nunca te hice caso, no sé cómo le voy a hacer para ayudarle. ¡Nachito!, soy yo Toribio, ¡Ábreme! No me hace caso, ahí está en ese rincón y el muy güey no me pela. ¡Nacho carajo!, ¡Ven a abrir! ¡Lucrecia!, dame mi ropa, que quiero ir a trabajar. ¿Dónde andas, que pasa con todos?, bola de…

En ese instante entra un haz de luz y se abre una pequeña ventanita justo frente al rostro de Toribio y aparece el rostro de Lucrecia y junto a ella Mirna su amiga, comentando:

– Como se murió si estaba, muy sano, dice Mirna.

– Era muy borracho y parece que le dieron una pastilla nueva muy fuerte y se cruzó, bueno eso dijo el doctor.

– Fue lo mejor, ya no lo aguantaba, sin embargo que Dios lo perdone. Ahora sí, el muerto al pozo y el vivo al gozo.

– Claro comadre, dice Mirna.

– ¿Qué, muerto yo? No, no, y no otra vez, me opongo, no puede ser, si estoy escuchando lo que ellos dicen; pero no me escuchan, entonces es cierto: Estoy hecho un fiambre, estoy muerto todito, que gacho. Entonces no acabo de entender el hecho de que yo los oigo y ellos no me pueden oír. En fin, a ver qué onda.

Pasan los minutos y las horas, circulan las “veladoras” estilo Doña Santa, con tal rapidez y singular alegría. Hace muchos años Doña Santa era famosa por las veladoras de Santa, en jarro de té de canela o de limón y con cantidad de aguardiente, se servían flameando, era de verdad de llamar la atención.

Toribio alcanzó a escuchar a Ruperta, la portera, que hacía ya como un año que Lucrecia llegaba con un galán y que de vez en vez cuando Toribio estaba borracho, metía al galán en su casa. Toribio pensó, a buena hora me entero, hija del maíz.

La Ruperta, tímida y rigurosamente vestida de luto, se acercó a la ventanita y murmuró:

– Ya ve Don Toribio, lo que le hicieron sus amigotes, yo le ofrecí regenerarlo, ya ve la Lucre, era una zorra, en cambio yo soy virgen y tengo mis ahorritos.

Toribio responde:

– Caramba Ruperta, que taruga es usted, por qué no me dijo esto antes, si usted me gustaba a la buena; pero ese aire de monja que tiene, ¿Quién se le acerca?, ¡Nadie!

El pesado ambiente que se respiraba, hace sentir más largos y aburridos los minutos, que se convertían en horas. Dieron las 6 de la mañana y no había nadie acompañando al difunto Toribio, quien piensa:

– Caray, ahora que estoy aquí, me he dado cuenta que no tenía amigos, que mi vieja me ponía los cuernos, creo que en este momento está en el “chaca-chaca”, como me gustaría aparecérmele en mi cuarto.

Pasadas las seis de la mañana, apareció la vecina Doña Purita, con una olla de café negro a punto de hervir, repartiendo entre los que se quedaron a velar al cornudo de Toribio, que fueron dos o tres, ni Nacho el hijo y mucho menos la viuda.

En punto de las diez de la mañana llegó la carroza donde trasladarían el féretro; se escuchó un grito, yo diría un auténtico aullido:

– “Tori no te vayas” me dejas muy sola.

– ¡Caramba Lucrecia!, si me corriste antier, ¿Y ahora no quieres que me valla? No voy, me llevan babosa, ¿Qué no ves?

Lo que sorprendió a todos, es ver a Nachito, el hijo de Toribio, completamente cambiado; vestido con ropas normales, no de tribu urbana, limpio, camisa de manga corta y color claro, un pantalón de vestir combinando armónicamente con la camisa.

– “Adiós papá, aquí me despido; así es chido porque en el panteón quién sabe cómo se pondrá, ya que el novio de la Lucre lleva tres garrafones de aguas locas y ahí están ya puestas las “suripas” del antro “El Cuerno”. ¡Adiós mi ruco y cuídame! Que te vaya chido.

Ahora que ya estoy en la carroza, en camino al campo santo, me siento tranquilo; pero no dejo de pensar en lo que pasó después de que me di a las drogas y al “chínguere”. Pobre de la mamá de Nachito, que vida le di; a propósito mi chavo lo vi muy cambiado, ojalá regrese con sus abuelos, ellos si lo van a encarrilar bien, lo quieren mucho. No acabo de entender por qué estoy en esta situación, muerto y puedo hablar; pero nadie me escucha, pues ¿Qué tranza?

Lo último que recuerdo es que ya llevaba cinco días en el agua con mis “ñeros” del taller y estábamos arreglando el carro de Don Severo Cuautle, director de la preparatoria y ahí alguien dijo:

– Me conseguí unas pastas nuevas, órale, éntrenle, a cien varos por pasta.

Tenía que meter la pata, me boté dos y no me acuerdo si las pagué, todo me empezó a dar vueltas y a salir colores de todos lados; que viajesote, pero un viaje al fin del mundo y luego, ¿Quién sabe? De repente aquí estoy, dicen que ya colgué los tenis. Lo único que siento es que mi Nachito no tiene con quién irse a vivir; pero no se da al jelengue, con el puesto de la central la va a hacer, es bueno para negociar.

Llegó el cortejo al campo santo y depositaron el ataúd con el cuerpo de Toribio en una mesa de granito que hay en la entrada, mientras hacían trámites para dejar el cuerpo. La Lucrecia estaba muy ocupada en pegar de gritos por la ausencia de Toribio, pero dejándose consolar por el futuro galán. Qué bueno que fue el sacerdote del panteón quien tuvo que firmar el ingreso del cuerpo, nadie quería hacerlo. El mismo padre fue quien hizo la oración fúnebre; en ese momento se oyó un grito alcoholizado que dijo, ¡Adiós compadre! “hic”, en ese momento los enterradores se apresuraban a empezar a traspalear la tierra sobre la loza que tapó el féretro.

Un suspiro casi infantil fue lo último que percibió Toribio y decía:

– “Papito que Dios te cuide”.

Una a una caían las paladas de tierra e iban cerrando las rendijas de luz; las últimas cavilaciones de Toribio fueron en estos términos:

– “Qué arrepentido estoy, nunca imaginé que mi negligencia causaría tantos problemas; ni modo, nada puedo hacer ya.

– Qué tarde me di cuenta de quién era cada quien, solo me remuerde la conciencia mi Nachito, ¿Qué va a ser de él?

Jorge Enrique Rodríguez.

28 de abril de 2009.

(Epidemia de Fiebre porcina).

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