En una vivienda muy pequeña del barrio bravo de Tepito, en el centro de la colonia Toltecas, lugar en donde se siente una gran algarabía por los gritos de los comerciantes, con su famoso “Bara-bara” haciendo promoción a sus productos, las voces de los ambulantes, con gran variedad de productos, tales como discos piratas, perfumes falsificados, bebidas adulteradas, en fin un mar de cosas, distinguiéndose una mesa como de cincuenta centímetros de altura con una superficie de un metro por cuarenta centímetros, sobre la cual se exhiben una buena variedad de dulces de poco precio, cacahuates, chicles, chochitos, pirulís, chilitos, pelones, escuincles, chocolates corrientes y una caja de camotes de Puebla. Este pequeño negocio, está en el dintel del zaguán de una casona vieja y que alberga veinte viviendas; en el interior diez vive el dueño del puestecito mencionado, un anciano de unos setenta años, dañado de sus piernas y unas cicatrices en el rostro, logrando caminar con dificultad y apoyándose en un bastón. El nombre de este anciano es Gumersindo Cuevas Lira, pero muy pocas personas le llaman por su nombre, sino por su apodo: Don Cacahuate.
Es la hora de entrada a la escuelita que atendía una joven recién egresada de la Escuela Normal de Maestros, solo que como en el barrio las autoridades de la SEP no han puesto un profesor oficial, la joven Lilia, que es desempleada, ofreció su ayuda a los niños del lugar. Los niños que van pasando, uno le compra un chicle, otros unos chochitos, aquel un pirulí, otro que se ve más arregladito, le compra un chocolatín y se atreve a conversar con el anciano:
– Don Gume, buenos días, fíjese que mi mami no tuvo dinero para mi chocolate, ¿Se lo puede pagar después?
– ¡Claro que sí, Huguito! Pero dime algo, ¿Cómo sabes mi nombre? Si todos me llaman de otro modo
– Mi mami. Me ha dicho que su nombre es Gumersindo, así debería llamarle y no Don Cacahuate, es una falta de respeto.
– Dile a tu mami que muchas gracias por tu buena educación. ¡Ah! No me debes nada disfruta tus chocolatitos.
La vida en la colonia Toltecas siguió su rutina, los niños entran a la escuelita a las nueve horas todos los días, la maestra provisional que existe, no es oficial, ya que la SEP, sigue sin hacer caso de ese local, el cual está para llorar, todos los días la maestra le compra un chicle de menta.
– Buenos días Don Gume, dice mi mami que le manda lo de los chocolates de ayer y uno para hoy.
– Dile que muchas gracias, no corría tanta prisa.
– También me dijo que el sábado venimos por usted para que vaya a comer con nosotros.
– Escucha no, no puedo, como me presento si soy un viejo inútil y no tengo ropa decente, además todo mundo se espanta cuando me ve.
– De todos modos vamos a venir. Adiós Don Gume, hasta mañana.
– Ahora sí, ¿Qué voy a hacer?
Unos días antes del sábado, Don Gume se vio apurado, fue a comprar en el tianguis una camisa y un pantalón nuevos, no tenía algo para presentarse en la casa de Hugo y Doña Estela. Fue al baño público, se cortó el pelo y la barba, se dejó una discreta piocha, para recordar su pasado, aunque en el rostro llevaba perene la señal del tiempo y de su vida.
A las doce horas exactamente, llegaron a la puerta en donde se encontraba el puesto de Don Gume, Hugo y su mamá, una señora de unos cuarenta años, guapa, de ojos claros y pelo ligeramente ondulado peinado hacia atrás y sostenido por una cinta de tejido de artesanía, vestido sencillo, de un solo color. La mamá y el niño se extrañan de no ver el puesto de Don Gume, deciden entrar a la vecindad y tocar en la vivienda número diez, tocando discretamente. Apareciendo un hombre “nuevo”, limpio, rasurado, ropa nueva y un suéter ya maltratado por el tiempo en el antebrazo, con su inseparable bastón
– Bienvenidos, están en su casa.
– Don Gume, que sorpresa. (Expresa Hugo).
– Buenas tardes señor Cuevas. (Dijo la mamá de Hugo). Pensamos que no estaba.
– De ninguna manera no les iba a fallar.
– Podemos irnos, nos espera un taxi.
– No se hubiera molestado, abordan el taxi y se retiran.
Al llegar a la casa de los Márquez, pasaron a la sala, una sala sencilla, sin lujos, se veían los aparatos necesarios de una familia de clase media alta, y sobre todo se notaba que a la dueña de la casa le gusta el orden. La señora Estela ofrece un vaso de agua de frutas y Don Gume aceptó de corazón. Se platicó de la colonia, de la necesidad de una escuela oficial y otras cosas más. Al sentarse a la mesa, la señora Márquez expresó una oración:
– Bendícenos Señor y bendice los alimentos que vamos a tomar, bendice a los que los hicieron y a los quienes no lo tendrán, haz que juntos los comamos en la mesa celestial, dales pan a los que tienen hambre y hambre de ti a los que tenemos pan, Sagrado Corazón de Jesús perdónanos y sé nuestro Rey.
Al tomar los alimentos, la señora Estela rompe el hielo y le pregunta a Don Gume:
– Don Gume ¿Usted no tiene familia?
– Sí, pero hace años que no la frecuento.
– Mamá, la sopa tiene pellejos de jitomate. (Medio grita Hugo).
– ¿Así se habla en la mesa?
– Perdón mami.
– Don Gume, ¿Se puede saber por qué?
– No he tenido el suficiente valor para aceptar mis culpas, y eso alejó a mi familia. Usted me ha inspirado un algo que hace mucho no sentía y es tener confianza en la gente, si claro le voy a decir la verdad.
Don Gumersindo Cuevas Lira, guardó silencio un par de minutos, pareció que hacía una recopilación mental de lo que deseaba narrar, al fin expresó:
– Cuando cumplí diez años, todavía tenía mi rostro normal. Por decirlo de alguna manera, mi mamá hacía muéganos para vender ella y a otros vendedores; eran cuatro, yo me encargaba de entregar a los “mayoristas”, mi padre nunca ayudaba en nada, él no molestaba a nadie que no fuera mi mamá, le pegaba cuando estaba borracho, el tiempo de más, se la pasaba dormido o borracho.
Había un caso de cobre como de setenta centímetros de diámetro que se usaba para hacer los muéganos. En una ocasión se estaba preparando la miel para los muéganos, la miel ya hacía borbotones, estaba hirviendo, todavía no se aderezaban los cojincitos de pasta. En la mesa estaba una cacerola pequeña con miel hirviente, recién puesta y en eso llega mi padre como siempre, alcoholizado. Con la botella que traía en la mano golpea el recipiente de miel y al lanzarlo al vacío me cae en la cara, ya que siempre le ayudaba a mi madre a endulzar las pastas.
– ¡Qué barbaridad! Fue horrible. (Dice la señora).
– ¡Qué malo! (Exclamó Hugo).
– Verdaderamente doloroso, todo aquello sobre mi rostro, la cabeza y encima de la playera que llevaba, en los brazos, las piernas, con decirle que no gritaba, bramaba, pataleaba, me revolqué en el suelo, hasta que perdí el sentido.
Este momento se detuvo Don Gume para enjugar dos lágrimas que rodaron sobre las cicatrices de su rostro. Ese rostro que desde años infantiles fue desfigurado por el maldito vicio del alcohol y la bestialidad de un hombre que jamás respondió a sus deberes de padre y de marido.
– Mi madre nunca me comentó qué pasó desde que perdí el sentido y desperté una semana después, con el rostro, las manos y las piernas totalmente vendadas.
– Don Gume, ¿qué pasó con su padre?
– No lo volví a ver, hasta la fecha, no sé nada de él.
– Se merecía la cárcel.
A los tres meses, dejé el hospital y tardé en regresar a la escuela hasta el siguiente curso, es decir perdí el año. El primer día de clases, fue espantoso, el primero que me vio fue un niño de kínder y su saludo fue:
– ¿Quién eres? Pareces cacahuate.
Mi reacción fue salir corriendo, lloré y lloré; pero mi madre me dejó en la dirección, la directora prometió cuidarme y hablar con el alumnado, todo fue inútil. No duré ni dos meses, me salí de la escuela y no volví a mi casa.
– ¿Qué hizo después Don Gume?
– Mami, ya terminé, ¿Puedo salir a jugar? Se escuchó la voz se Hugo.
– Después de que hagas tu tarea, lávate las manos y los dientes antes.
– Si mamacita.
– Como le decía Doña Estela, cuando me salí de casa, me fui a vivir con unos compas, vagos también, y lo primero que aprendí fue a asaltar gente en la noche, con mi rostro y con ropa más grande la hacía de fantasma con otros niños de la misma edad más o menos. Ahí ya me llamaban el Cacahuate. A esa edad lo que se empieza a conocer es la mariguana, luego las chelas, a los quince probé las monas y el activo, a los dieciocho o veinte, ya le hacía a la coca. (Limpiaba sus lágrimas).
– Ya pasó Don Gume.
– En una bronca callejera, de esas que no faltan, yo ya andaba tocado y se armó una zacapela de padre y señor mío; al despertar me vi rodeado de tiras, yo en el suelo, había aparecido como a veinte centímetros de mi mano derecha un daga ensangrentada, que le digo doña, me detuvieron y así sin juicio sin abogado, sin investigación, treinta años, sin derecho a fianza.
– Dios Padre, qué injusticia.
– Todavía hubo más, en un intento de fuga del penal un grupo de veinte reclusos intentaron salirse, cosa que lograron y nunca dieron con ellos. Hubo una denuncia entre los presos de que yo había sido el soplón, la tomaron contra mí y me han dado un patiza que me rompieron una rodilla y me lastimaron la columna vertebral, por eso ando encorvado y uso bastón. De ahí vino el aumento al nombrecito “Cacahuate garapiñado”. A los veinticinco años de ser un indiciado, me avisan que voy a salir en libertad por falta de pruebas, (¿?) Si Doña, por falta de pruebas. ¿Qué le parece?
– ¡Qué injusticia!
– Ni siquiera un disculpe usted, me equivoqué. Me pasé durmiendo en los parques y comía lo que podía con los mil pesos que me dieron al salir, hasta que encontré el cuartito en que duermo y me dieron permiso de poner mi negocio en la salida de la vecindad. Me da para comer, si a eso se le llama comida y para pagar el cuartito. Ya no tomo, ni me drogo, eso es lo que hice al salir, la falta de dinero me llevó a la abstención y después a la curación.
– ¿No ha hecho la lucha por que le operen la cara?
– Con qué ojos divino tuerto, no Doña cuesta mucha lana.
– Ya regresé mamá. Voy a hacer la tarea, después me baño, ¡Hola Don Gume!
– Señora Estela, aprovecho para despedirme, todo estuvo riquísimo, el postre también me recordó el arroz con leche que hacía mi mamá, solo que ella lo endulzaba con piloncillo. Muchas, muchas gracias, adiós amiguito, pórtate bien,
– Hasta el lunes Don Gume.
Pasaron diez años y el niño Hugo ya no pasaba por el local de la tienda de Don Gume, era un mocetón de 15 a punto de ir a la prepa, la escuela de la profesora Lilia Clara, estaba reconstruida y ya contaba con el registro de la SEP, contaba con un grupo de maestros y varios grupos de primaria. La amistad de Don Gume con la señora Estela siguió, de vez en cuando le llevaba algo de fruta o comida, en fin. La salud de Don Gume, no era muy buena, a duras penas atendía su negocito, ya había empezado a hacer mueganitos, eran pocos pero ya empezó, vendía refrescos, golosinas y sus muéganos. Una airosa y tibia mañana de otoño, al pasar la señora Estela por la tienda. En un arranque de buen humor le había puesto “El Cacahuatito”. Decíamos, pasó la señora Estela y vio que estaba una ambulancia sacando una camilla con un cuerpo cubierto en su totalidad. Era un cadáver, la señora Estela preguntó al paramédico:
– Perdone ¿Quién es?
– Don Gumersindo, era un gran viejo. Para todos tenía una sonrisa.
– ¿Se murió Don Cacahuate?
Preguntó un pequeñín, balbuceando y sorbiendo sus naricitas.
Jorge Enrique Rodríguez
9 de mayo de 2012.