La historia es real, se cambiaron los nombres de los protagonistas por razones obvias.

Esta historia se inició en uno de los barrios bravos del Distrito Federal de la Ciudad de México, precisamente en el tiempo de elecciones presidenciales en las que participaban Andrew Almazán del partido del pueblo y Manuel Ávila Camacho, del partido oficial. En esos tiempos el protagonista tendría una edad de 6 años, sus familiares participaron activamente en los movimientos políticos a favor del señor Almazán, quien gozaba de toda la simpatía de la población para alcanzar la presidencia; pero sí, adivinaron, ganó el partido oficial, con uno de los mayores fraudes electorales que haya registrado la historia; resultado reprobado hasta en el extranjero.

Ricardo Robles, nombre de nuestro pequeño protagonista gozaba con la algarabía que se formaba en las manifestaciones de la gente a favor de sus candidatos, todo era juego para él, que no sabía de qué se trataba ni que quería decir “elecciones presidenciales”. El evento ya lo menciona la historia del país, fue el inicio de una debacle económica.

Por razones económicas, la abuela Robles se vio en la necesidad de recurrir a un viejo amigo de Guadalajara, en los tiempos de la Revolución Mexicana, para que su influencia le consiguiera al chiquillo una beca completa en alguna escuela militarizada, por desgracia el pequeño Ricardo fue inscrito en la Escuela Militarizada No. 2 “Ejercito Mexicano”, ubicada en Laguna de San Cristóbal No. 44, en el barrio de Santa Julia, si, exacto, en los dominios del “Tigre de Santa Julia” asesino y ladrón fichado por la policía. Una escuela ubicada en el seno de una cuna de bandoleros. Los compañeros de Ricardo, eran hijos de matrimonios irregulares, huérfanos, o niños abandonados y la mayoría hijos de soldados de los grados más ínfimos en la tropa.

El aspecto físico de nuestro amiguito, era diferente a todos, tez blanca, pelo castaño claro, chino y de ojos claros y su lenguaje sin ningún acento de barrio determinado, aspecto que le hizo ganar el sobre nombre de “marica” y le costó muchos problemas para perderlo.

Uno de los primeros problemas fue el hecho de que le robaron su ropa interior mientras se estaba bañando, desde luego con la imposibilidad de ponerse otra, la visita de su familiar era hasta el día sábado, teniendo que vivir en la escuela con pantalón y playera, y no sabía otra cosa que llorar de rabia y de impotencia, todo esto traía la burla de los demás compañeros, esa ropa nunca apareció. Empezó a reaccionar violentamente cuando un vivo le tocó el trasero, lastimándolo; aquello terminó cuando a Ricardo le habían bajado el pantalón y si no llega Eduardo y lo sueltan, lo hubieran violado. Aunque por comentarios posteriores y el haber conseguido el hacerse amigo del hijo de un capitán del ejército, quien mató a su esposa por infiel; le dijo donde habían ido a parar sus ropas, precisamente al depósito de basura de la cocina, siendo el autor de esa fechoría el chavo que le decían “el patrulla”. Éste detalle lo guardo Ricardo en su memoria, nunca lo olvidaría.

Fue creando en conciencia de que fuese muy limpio de cuerpo y alma, encontrándose en esa escuela con niños muy diferentes en ese aspecto. Por el miedo que dominaba a la mayoría del alumnado, muchos no se levantaban para ir al baño, todos dormían en literas de dos camas, sucediendo que existían niños que se orinaban en la cama. Ganándose el mote de “bomberos de media noche” y lo peor del caso es que el compañero de Ricardo, se “filtraba” dos o tres veces a la semana y ninguno de los prefectos daba solución a la queja ni atención medica del sujeto por si se trataba de problemas de falta de continencia. Se reunieron la señora Robles y otros dos señores que sus hijos tenían ese problema, acudieron a la dirección del plantel, el señor director les atendió y prometió por escrito que pondría remedio a ese asunto y efectivamente cumplió, confirmaron a ocho jovencitos que tenían ese problema a un área aislada del dormitorio y eran atendidos medicamente tres días a la semana por un médico especialista.

Los primeros días de clases se convirtieron en un verdadero martirio para Ricardo, como era lógico al llegar de escuelas particulares su conocimiento era más amplio que el grueso del alumnado, acarreándose envidias y malos tratos. Los maestros no eran “peritas en dulce”, el nuevo alumno se encontró con diferentes tipos de persona como mentores. El de biología, un tipo muy pulcro en su vestir, las manos tenían señales de que las arreglaba algún manicurista. Dando una clase sorprendió a un alumno medio dormido y de inmediato “voló” el borrador de madera que tenía en la mano el profesor, dándole la sorpresa de su vida a toda la clase. Instantáneamente se escuchó un fuerte golpe en el pizarrón, que era de mampostería y saltó un pedazo de ladrillo y polvo, ocasionado por una bola de billar, que fue lanzada por el alumno lastimado, hecho que le costó una semana de arresto y limpieza de los baños.

La limpieza de este lugar era una pesadilla, desde luego que había personal encargado de hacer la limpieza, se lavaban los retretes dos veces al día; pero no había agua suficiente, así es que imaginar cómo estaban, no era agradable hacerlo. Se realizaba con una manguera gruesa o con cubetas. Generalmente al que le tocaba este trabajo, no tomaba alimento lo menos en un día entero. A Ricardo le toco realizar esta labor en la tercera semana de su llegada; pero a esa fecha, éste era ya amigo del prefecto Lalo un señor de cierta edad quien se hizo amigo del jovencito recién llegado y cuando lo vio que iba a realizar el trabajo encomendado, lo salvó dándole a los jardineros la encomienda. Lalo de este día en adelante llamaba cuñado a Ricardo que cuando viniera su hermana se la presentara. Ricardo nunca supo de dónde sacaron esto, no tenía hermanas.

Cuando Ricardo Robles llegó a esta escuela del terror, venía con la mano derecha vendada y con una herida que le tuvieron que poner nueve puntadas, esto le salvo de casi todas las novatadas. La herida fue provocada al abrir un pestillo en su antigua casa, con un cucharón, tomando el utensilio con el gancho hacia la palma de la mano y al bajar de la silla en que se había subido, se atoró el seguro del pestillo y el gancho lo hirió, lo llevaron a la Cruz Roja, se hizo unas costuras como de 10 centímetros, dándole 9 puntadas quirúrgicas. Una de las que fue víctima fue Ricardo, era echar carreras con la punta de la nariz; esto era así: con las manos atadas a la espalda y de rodillas, empujar con la punta de la nariz una moneda de tamaño normal, entre dos o tres novatos para ver quien ganaba. Otra novatada consistía en sentarse en la mesa del comedor, todo un pelotón de 11 individuos, y todos en presencia del novato, escupir en un vaso, la escupitina con “ostiones”, cuando han pasado el vaso por todos, taparle los ojos al novato y darle a beber un vaso limpio con una o dos claras de huevo; imagínese el resultado.

Pasaron semanas, meses tal vez y Ricardo, con dificultades se iba adaptando a ese tipo de vida escolar. En las tardes les permitían el acceso a la alberca y era descanso a discreción. Ricardo usaba un traje de baño que le había hecho su abuela, de los llamados “hawaianos”, tela de flores y una franja amarilla en la cintura y las cintas del mismo color, eran dos triángulos unidos con una franja de la misma tela llamada “puente”, pasó a ser parte de su problema de adaptación. Varias ocasiones soportó que por maldad le tocaban el trasero en forma por demás grosera, y mostraba su enojo y lanzaba maldiciones de las que ya había aprendido, solo que no se atrevía a más. Todo tiene un límite, llegando el joven al suyo, sin saber pelear alcanzó al ofensor y aunque se habían puesto ambos el uniforme, lo cogió de la pechera del mismo y le ha dado un puñetazo tal, que salto un diente y regó sangre en el pecho de ambos; al impulso de la colisión cayeron al suelo y Ricardo llorando de rabia le daba uno, y otro y otro golpe; le rompió dos dientes, el labio superior se lo dejó como amapola, una oreja casi desprendida por los jalones, sangre por todos lados; Ricardo parecía animal en defensa de su territorio, él lleno de sangre desde el pelo hasta las piernas y los brazos y manos como si los hubiese sumergido en un barril del rastro, los separó Lalo y el profesor José Luis. A Ricardo y al ofensor Sergio López, como dicen hecho un “Santo Cristo” quedando juntos en la enfermería; Sergio duro más de tres horas sin sentido, ni su madre lo reconocería y Ricardo con las manos hinchadas, los nudillos sin piel y una tremenda mordida en el hombro izquierdo. Ambos fueron castigados, Ricardo fue encerrado en las celdas del colegio, solo salía a los horarios de clase y dormía, comía y estudiaba en la celda del sótano de la dirección. Para un niño de la edad de Ricardo, eran acontecimientos de verdadero terror. ¿No? Niños y adolescentes de muy diferente clase social y educación; pero las circunstancias de la vida, así lo determinaron. Después del sangriento acontecimiento, se ganó el respeto hasta de los gandallitas, ya les alzaba el pelo tener bronca con “El Toro”, mote que le pusieron a Ricardo, precisamente por su forma de golpear; Ricardo y Sergio llegaron a ser inseparables y excelentes amigos. Se llevaban bien, sin exageraciones.

Una soleada tarde, compartía la muchachada en los pasillos de la alberca, en ese momento estaba entrenando el equipo olímpico de clavadistas, que irían a Helsinki; entre ellos estaba Cesar Borja quien posteriormente sería campeón olímpico. A la mitad de la alberca, salía nadando el Toro, y por vacilar sale y queriendo caminar en la orilla del canal de la misma, lo intenta y al segundo paso resbala por la humedad del cemente de la orilla y haciendo un movimiento extraño, resbala y se golpea, justo sobre la oreja izquierda, haciéndose un tremendo chipote, empezando a sumergirse sin sentido; Cesar fue quien lo sacó desmayado y lo llevó a la enfermería, duró en ese estado casi cuatro horas. Hecho que ocasionó se hicieran amigos entrañables, y se veían diario en los entrenamientos de Cesar. Le pidió a Ricardo que fuera la mascota del equipo. Cuando se iban a la olimpiada a Helsinki, el Toro no pudo ir, porque en ese tiempo los deportistas tenían que pagarse sus gastos y lógico el Torito no tenía a quién recurrir.

En el costado oriente del patio principal, de un gran terreno que tenía señas de que había sido un gran jardín, ahora muy descuidado, solo se veía por las orillas y pequeñas hondonadas por lo disparejo del piso. Como lo mencioné antes, al centro se levanta una enorme asta bandera, con sus cables y carretillas necesarias para el arreo de la Insignia Patria. Por la escasa vigilancia y descuido de los prefectos y del propio director, sacaron de la bodega de cosas inútiles, un gran cable que nadie sabía para qué había servido alguna vez; lo ataron desde el tinaco del agua que abastecía a las regaderas y retretes, hasta el asta bandera, como a dos o tres metros del piso, con distancia suficiente para arrastrarse.

Lo sacudían de un lado a otro, dando fuertes chicotazos y alcanzando altura regular al dar el bandazo; todos, o más bien los arriesgados se sujetan del cable y a gritar, azotar y uno que otro descalabrado. Hubo uno, que al sentir que subía, le dio pánico y en vez de soltarse, se aferró más a la soga, soltándose cuando estaba en lo más alto de la cresta; la caída fue estrepitosa, cayó sentado sobre el tobillo izquierdo y la inercia le llevó la cabeza al suelo, dándose un golpe tremendo. Pobre Torito, se le rompió un cuerno, el tobillo sufrió un esguince y gran hinchazón. La siguiente semana les repartieron zapatos choclos, por primera vez en la historia de la escuela, pues sí, no pudo medirse sus zapatos.

Seis mes más tarde, se empezó a dar un fenómeno, empezó a ganar peso, inició a dar el aspecto de un niño gordito, motivo que ocasionó otro incidente, un compañero de su clase de taller le dice que parecía cerdito, y empezó a decirle Cuchi-cuchi y a burlarse de él. Ya con aprendizaje de gimnasio, solo bastaron tres golpes, uno en la barbilla, otro al hígado y el tercero un gancho bien colocado, y asunto arreglado, volvió a ser “El Toro”. El señor director, vio todo el desarrollo de la trifulca y de inmediato le dio la orden de que se presentara en la oficina, Ricardo acudió de inmediato, entrando en la oficina, le dijo con gravedad:

– “Cierra la puerta”. Después con alegría y dándole un abrazo, dijo: Te felicito, nadie le había parado el tren a ese chamaco y eso que te saca 15 centímetros de estatura. Estás confinado a hacer tu tarea en la biblioteca y con un prefecto presente, yo me encargo de hacerlo circular. El otro ya tiene suficiente con la trompiza que le pusiste.

A pesar de todas las cosas desagradable que vivió en el terror de la escuela, aprende algo sobre “la amistad” que lo hace adoptar como su doctrina personal, aunque el costo beneficio fuese cero. Conoció a dos jovencitos de muy diversas clases sociales entres los tres, El Solomillo, un estudiante con calificaciones casi perfectas, sobre todo en matemáticas, y “El Bachicha” un chico como había muchos, de familia muy pobre, su mamá vendía quesadillas en el portón de una vecindad, y yo. Voy a concretar el hecho, estaban en la misma compañía y comíamos en la misma mesa, siempre platicábamos mucho y nos llamaban seguido la atención por eso, en los recreos jugamos juntos a lo que fuera. En ese tiempo había un juego que se llamaba “beli” y consistía en pegarle a un pedazo de madera como de 10 centímetros afilado de los extremos y ganaba quien acumulara más “pasos”, un paso igual a la medida de un pie de cada jugador.

Un fin de semana El Solomillo se enfermó y se fue a su casa una semana, en ese tiempo, el Bachicha me contó la vida y milagros del Solomillo, nada agradables para éste último, que les robaba dinero a los cuates, y útiles de clases, que se iba a dormir con el maestro Trini de electricidad y ahí se lo refinaba, y todos sabíamos que le gustaban los chavitos, sobre todo los que no tenían familiares. Después de su recuperación, regresó todo a su lugar.

Bachicha estaba en el equipo de volibol y fueron a competir al campeonato nacional, en la ciudad de Puebla, esta vez nos quedamos Solomillo y yo, haciendo nuestra vida escolar como siempre. A la hora de las comidas, nuestras pláticas eran de todo, hasta del Bachicha: que era un cochino, que por dos o tres pesos, se bajaba los pantalones y se dejaba. Se imaginan ¿Sí? ¿Quién será el tema de conversación de cuando yo no estaré con ellos? Con estos amigos, no me hacen falta enemigos. Decidí aislarme y no volver a dejarme elegir cuando alguien quiera ser mi amigo, y mi frase fue: “A mis amigos, los escojo yo.

La alberca estaba entre las dos puertas de los dormitorios y al fondo otras regaderas. En alguna ocasión un compañero de clase, se salió del agua, sin la trusa de baño puesta; esto era muy común en la escuela ya que éramos exclusivamente varones. Salió a las gradas corriendo, el cuerpo húmedo y la plancha de concreto, fue fatal, se resbaló en las gradas, golpeándose el cerebro y se golpeó sobre el ojo derecho fracturándose el cráneo, con expulsión de parte de su masa encefálica, nunca se supo nada del chico. El segundo caso fue fatal por todos conceptos, a este otro joven lo dejan subir a la azotea y peor aún lo alientan a que se lance a la piscina, lo hace el chavo; desgraciadamente se golpea en el último de los azulejos de la orilla de la citada piscina, su muerte fue instantánea.

El acontecimiento más relevante fue el sucedido en una noche, después de caer una tormenta inusitada, llovió como tres horas seguidas y en forma constante, algunas de las azoteas se inundaron, tal vez por falta de limpieza de acumulación de objetos o basura. El siguiente día, fue claro, sin nubes y se sintió mucho calor, por lo cual ala chiquillada se dieron a la tarea de jugar, corrían, brincaban; unos en los patios y otros en las azoteas, escaleras, en fin por todos lados; el acontecimiento grave fue que después de pasar corriendo unos diez niños sobre el techo de un salón de clases, se vino al piso; con gran estruendo y susto de los internos y sus mentores se llevaron el susto de su vida; pero sin desgracias personales que lamentar. El Torito se enfermó, él iba en el grupo que había pasado.

A estas alturas, Ricardo Robles “El Toro” era ya un mocetón de 15 años, ancho de hombros por el deporte, tórax desarrollado; pero con severos problemas de matemáticas, su calificación promedio en esta asignatura no levantaba el 4.0 con todo y sus esfuerzos. Llegó el examen y llegó la tragedia; aunque en las otras materias la había salvado, matemáticas no pudo y la calificación final 4.5 reprobado y por consiguiente perdió la beca. En esos tiempos no se podía hacer exámenes extraordinario, era o todas o ninguna. La última expresión de Ricardo Robles fue un grito de guerra: “Matemáticas, me la vas a pagar”, y así fue, pero eso es otra historia.

Jorge Enrique Rodríguez.

28 de septiembre de 2009.

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