“Hace tantos; pero tantos años, que no me acuerdo ni cuántos tengo”, fue el comentario que me hizo Don Tirzo Maíz, originario de una ranchería cercana al poblado de Contla, famosa por la leyenda de “Los Ancianitos de Contla” cuyo suceso aconteció en la sierra michoacana, si alguien no conoce la historia de los ancianitos, existe un cuento registrado con ese nombre.
Después de que aquel viajero cumpliera el favor que le solicitaron, empezó otra historia que nadie ha podido explicar. Pasó un año del hecho, cuando una niñita de unos cuatro años, que vestía un hermoso vestido, muy bonito; pero algo en especial, las pincillas que conformaban la falda al caminar y darle la luz del sol, algo sucedía como tornasol, fue vista por todos los comerciantes de los portales; pero ningún adulto la acompañaba, dio una vuelta a toda la plazuela y se sentó a la orilla de la cantarina y transparente fuente. En un momento de descuido una persona gritó:
– ¡La niña se ahoga, ayuden, se ahoga!
Varios hombres tratan de sacarla, sólo que no se meten al agua. Se escuchó un ruido, como si algo cayera al agua, era Melitón, el tataranieto de Don Tirzo, se sumerge en la fuente, saliendo muy rápido, dio un grito diciendo:
– ¡No veo a nadie!
– ¡No puede ser, ahí estaba! (Varias voces).
– Sólo estaba esta flor y una imágen pintada en el fondo de la fuente. (Muestra el niño una rosa con las mismas características de la tela del vestido de la niña, tornasol, predominando el color azul).
Se armó un “mitote” en el pueblito. Al primero a quien llamaron fue al señor cura Don Rigo. Estaban algunas viejas piadosas y/o plañideras, veladoras alrededor de la fuente. La policía ya buscaba entre los pocos turistas, porque están en temporada baja, la niña según la foto tomada en el agua de la fuente, nadie la reconoció. A eso de las ocho de la noche, llegó el enviado del Sr. Obispo, perito en psicología religiosa quien traía indicaciones precisas de no tocar nada de lo encontrado, sólo la rosa que sustrajo Melitón ya estaba en un recipiente de cristal con agua de la fuente, lo acompaña el químico Ing. Wilfrido Lutter, éste, tomó varias muestras del agua para llevarlas a realizar algunos análisis.
Don Rigo, el cura, había hecho aspersiones y calmando a los habitantes de San Juanito de la Sierra y con toda su sabiduría como Pastor de Almas, tampoco se explicaba el fenómeno; pero ¿Dónde está la niña?
Fue tan impactante el acontecimiento de la niña de la Rosa Azul, que en la fiesta patronal que coincidía con la fecha de la fundación del pueblito, decidieron cambiar el nombre del lugar y llamarle desde ese día “San Juanito de la Rosa Azul”.
En treinta días se presentó en la parroquia de la Rosa Azul, (Como se le conocía en toda la Diócesis), el turismo, que se incrementó bastante.
El Sr. Obispo Miguel de Monteclaro, le deja al Padre Rigo el nombramiento de Monseñor con residencia en la cabecera municipal de su mismo territorio. Este nombramiento le hace ponerse tan triste que derrama lágrimas, sólo que Don Miguel le dice que es premio por el trabajo afanoso que ha desarrollado, en el ahora municipio de La Rosa Azul.
El ahora Monseñor Don Rigoberto, le gusta visitar a sus feligreses con calma, caminaba por las calles y con quien se encontrara, iniciaba una conversación. Una noche como a las veinte horas, cruzaba la calle para llegar a su casa parroquial, tropieza con un hombre evidentemente alcoholizado, sólo alcanzó a decir:
– Perdón, iba rezando y…
– ¡Méndigo santurrón, hijo de… (varias líneas más).
– ¡Jesús me ampare! (Monseñor apretó el paso a su recinto).
En las orillas del pueblo, al borde de la carretera que va a la capital, a unos diez metros del puente que cruza la carretera, Monseñor ve al Sr. Rocco Santino, aparentemente hablando solo, como con alguien de menos estatura que él, al ver a Monseñor le dice:
– ¡Hola Padrecito! Qué milagro que se deja ver, (Mirando a alguien de menos estatura) le dice:
– Saluda al padrecito, ve a que te dé su bendición.
– ¡Qué dices! (Monseñor queda muy sorprendido) No puede ser Rocco, ¿Qué te pasa?
– ¿Le parece hermosa mi muchachita?
– ¡Rocco! Hijo mío, si nadie te acompaña.
– Si usted también me va a decir que estoy loco, mejor váyase, no vuelva, Rosita y yo así vivimos tranquilos. (Supuestamente toma a la niña de la mano y se retira caminando por la orilla del río).
– Tengo que buscarle ayuda lo antes posible, pobre hombre. (Sigue la ruta de sus visitas que ya tenía previstas).
Monseñor Rigoberto solicitó la ayuda de los servicios de salud del estado igual a la unidad de seguridad, para que localizaran al Sr. Rocco Santino, residente del municipio desde hacía más de treinta años. Se desplegó una búsqueda en cincuenta kilómetros a la redonda, pasaron cinco años y ni una señal de ambos.
Oficialmente habían dejado de buscar a Don Rocco; pero Monseñor Rigoberto tenía aún la esperanza de localizarlo. Un día a la semana se veía salir a Monseñor en ropa de civil, como cualquier habitante del municipio “La Rosa Azul”, nadie nunca se enteró porque lo hacía un día antes del aniversario de la fundación del nuevo municipio. Monseñor regresó de su paseo semanal, llegó a su casa después de la media noche, la sirvienta ya había dado aviso a la policía, temía que le hubiese pasado alguna desgracia, sólo llegó muy agitado y su indumentaria llena de lodo, empapado y sucio, Chole, la sirvienta se espantó y le pregunta:
– Monseñor, ¿Qué le pasó?, ¿Llamo al “dotor”?
– No mujer, no exageres, no me pasó nada.
Antes de iniciarse la fiesta civil del aniversario, se celebraría una eucaristía, Monseñor no había dicho nada sobre el contenido del Evangelio dado que sería especial ya que no era domingo. Al inicio de la celebración eucarística, Monseñor comenta:
– Hermanos míos, muchos de ustedes han estado intrigados por mis salidas un día a la semana, sin que nadie se enterara a dónde y a qué salía, ahora se van a enterar, detalle a detalle.
¿Recuerdan el caso de la niña de la Rosa Azul y su padre el Sr. Rocco?, bien, todas esas salidas que hice fue para buscarlo, porque una ocasión platique con él, me pareció que estaba trastornado de sus facultades mentales, como en esa ocasión no pude platicar ampliamente con él, salía a buscarlo, sin ningún éxito, hasta que anoche lo encontré; pero en condiciones irreconocibles, había fallecido desde quién sabe cuándo y supuse sería su cuerpo porque estaba su ropa desgarrada, sus huesos diseminados como en dos metros cuadrados y una de sus ya huesudas manos apretaba el vestido azul de su pequeña ya muy roto. Procediendo a sepultar todo el hallazgo, se le dio asistencia espiritual postmortem, ya entregué a las autoridades unas fotos digitales para el expediente de la búsqueda, incluyendo su identificación, por cierto, mordisqueada. Hermanos, ese es el relato de mis salidas. (Monseñor prosigue con la ceremonia).
– En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo…
En el momento en que Monseñor inicia el Culmen de la Sagrada Eucaristía, se nota en toda la plazuela una luz muy fuerte y clara, y un aroma delicioso de rosas invade todo el espacio y justo entre el altar y la fuente aparece una nube, al centro de la misma se ve una escalera, de la cual bajando un hombre de figura translúcida que al estar junto a la fuente pronuncia en italiano:
– Ragazza, venire a tú papa, presto, presto…
Se escucha una exclamación de asombro muy generalizada, la imagen de la niña que está plasmada en el fondo de la fuente sale de su plana figura, tomando la figura de una niña normal y bellísima, tan bella como su vestido como nuevo y abrazando un gran ramo de rosas azules, el personaje la toma de la mano y sale sin tener una sola gota de agua sobre sí, y empieza a ascender la virtual escalera. Monseñor Rigoberto hincado y con los brazos en cruz reza y da gracias a Dios del acontecimiento que está viviendo. Mientras los habitantes de San Juanito de la Rosa Azul, la mayoría hincados, con un rosario en la mano, otros muchos lloran y agradecen a Dios lo que ya ellos consideran un milagro. El presidente municipal, en respeto a su jerarquía, se descubrió y con sombrero en mano, solo se santiguó:
– En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Jorge Enrique Rodríguez