Que noche tan tenebrosa, el silbido del aire que perece aullidos de lobos en plena luna llena o tal vez quejidos de almas en pena, buscando el consuelo de sus hijos imaginarios o no pero quejidos reales. Allá, en las copas de los árboles se escucha el quejido de los búhos, acompañados por el ulular del viento emitiendo un largo sonido que parecía eterno. Tal vez por tener los nervios de punta me hicieron ver la luna llena de un tamaño inusual, amenazante; pero avergonzada porque en ese momento empezó a ocultarse, cubriendo el campo santo con un manto tan obscuro que no alcanzaba a ver la punta de mis sandalias. El frío me helaba hasta los huesos no sentía deseos de moverme; pero una fuerza de inercia me lleva a un lugar indeterminado, no tengo la menor idea, mientras tanto me da la impresión de que la luna se oculta por miedo, no por venganza, todo el ambiente me crispa el cuerpo entero. Mis oídos solo percibían el crujir de la hojarasca que iba pisando a cada paso; nada, no veo nada, absolutamente nada.

Una ráfaga de viento sacudió mi delgada vestidura de franela blanca que usaba para dormir, me hizo estremecer al oír que me llamaban por mi nombre: “Joshua”. Sentí que la sangre se me congeló; la voz venía de atrás, volví la cabeza y no vi nada, a la derecha, a la izquierda y al frente; nada ni nadie, obscuridad total, sentí que me escurría por las piernas un líquido cálido y de olor característico hasta llegar al piso, humedeciendo mis pies y sandalias, hasta una parvada de búhos salían volando de sus ramas; por segunda vez escuche “¡Joshua!”.

Ahora se escuchó la voz más cerca, definida y clara, una voz femenina; repentinamente me vi frente a la pared del cementerio, junto a un arcaico árbol, en cuyas raíces que lucían fuera de la tierra; improvisaron una banca con un tablón y ramas como respaldo, ahí se encontraba una joven hebrea, de ojos azules y cabello dorado como los rayos del sol.

– ¿Miriam? ¡Miriam! ¡Es imposible! ¿Me conoces?

– ¡Vengo por ti!, ¿Qué te parece? Dame la mano, no tengas miedo mi amor.

– ¡Nooo!

En el momento de su negación, Joshua tenía la mano de la dama cubierta con un guante finamente bordado, sintiendo una mano helada y huesuda; impávido cerró los ojos terminando en el suelo desvanecido, con un guante sostenido en su mano derecha.

DIEZ AÑOS ANTES

Un hermoso jardín, pletórico de jacarandas en plena floración, los andadores están cubiertos de un manto de pétalos color lila, en el ambiente se percibe el olor a una florida primavera, se respiraba juventud y belleza. Al final del andador central se encuentra una fuente tallada en la roca, tiene un nicho con una pequeña estatua labrada también en piedra representando al Sagrado Corazón de Jesús; nunca se ha sabido quien la esculpió.

En el borde de la fuente está una joven de cabello dorado como los rayos de sol, ojos grandes de color azul mirada profunda y dulce; se escuchaba una voz tan fina como campanillas de plata que expresaban:

– “…Para poder colocar ante tus palmas, la ofrenda de mi vida y de mi amor con alma…”

– “… Sueños rotos, risas y lágrimas, hice mis versos yo…”

– ¡Joshua!

– ¡Miriam mi amor! Veo que no has olvidado nuestros poemas.

– ¡Cómo olvidar, si fueron los poemas de Gustavo Adolfo Becker los que nos unieron desde pequeños! ¿Cómo es que pudiste entrar?

– Ya vez, nuestros padres están en la fábrica; mi papá le trajo las telas italianas que le compró y están viendo cómo va a pagar tu señor padre, por eso me colé hasta aquí.

– Qué bueno, el día 25 es la celebración del bar-mitzvá de mi hermanito Abraham, ¿Vendrás verdad?

– No lo sé, ya vez que tu padre me odia; no sé por qué, tal vez acompañe a mi padre.

Como lo había anunciado la bella joven Miriam Gorstein la sinagoga está pletórica de israelitas de todas las edades mayores de trece años; edad en la que podías ya formar parte activa de la comunidad, todos ellos con la cabeza cubierta con una kipá y los hombres cubiertos con la talit gadol correspondiente; las mujeres situadas en la parte de arriba, Miriam en primera fila; recordemos que por usos y costumbres es una comunidad eminentemente machista. Joshua y su padre el señor Shumsky que es un pastor igual que el padre de Miriam, ocupan las primeras filas; son protagonistas de la celebración.

El acto se desarrollaba con el programa ya contenido en sus protocolos religiosos, las lecturas de la Torá con los comentarios del pastor en turno; todos los comentarios y consejos derivaron sobre la lectura de la Torá, igual que los consejos y advertencias del momento. Después del convivio por demás muy recatado; todos los asistentes se retiraron a sus labores; la ausencia de Joshua y Miriam fue notada por los padres de ambos asumiendo cada uno que estarían en la reunión de jóvenes, se desentendieron de ellos en esos momentos. Unos minutos antes de tomar el último alimento de la noche, sonó el teléfono de la casa de Joshua, sin previa cortesía, increpó la madre de Miriam:

– ¡Pásame a mi hija!

– Buenas noches antes; Miriam no está aquí, pensamos que Joshua estaría con ustedes.

– ¡Yahvé! ¡Yahvé! ¡Andan juntos!

No se supo nada de ellos en un año.

Joshua tenía parientes en Hermosillo, Sonora y la comunidad de esa entidad, como es su costumbre, les tendieron la mano; contrajeron nupcias según su religiosidad y establecieron una tienda de telas importadas de Europa pretendiendo exportarlas al país del norte. Faltaban dos semanas para el alumbramiento y Miriam salía del consultorio del ginecólogo y justo enfrente de ella estaba su padre gritándole:

– ¡Eres una mala hija, traidora!

Saca de su portafolio una pistola de cañón corto y sin pensar en el embarazo le da un tiro en el vientre y otro en el pecho; todavía no caía el cuerpo de la joven madre al suelo cuando su padre se da un tiro en la sien izquierda; el israelita asesino era zurdo. La comunidad judía se encargó de las ceremonias correspondientes, las autoridades civiles se encargaron de hacer las averiguaciones del caso; Joshua fue internado en un hospital psiquiátrico nunca volvió a emitir palabra alguna. A pesar de su trauma, su conducta era muy tranquila, siempre andaba muy limpio, recorría los jardines y la huerta lo menos cuatro o cinco veces al día.

Una tarde, se quedó dormido y cerca del crepúsculo lo despertó una voz: “¡Joshua!”. Sintió que la sangre se le congeló, la voz venía detrás de él; volvió la cabeza y no vio nada, a la derecha, a la izquierda y al frente nada ni nadie, obscuridad total; sintió que le escurría por entre las piernas un líquido cálido y de olor característico hasta llegar al piso humedeciendo los pies y sandalias, incluso una parvada de búhos salió volando de sus ramas; escuchó por segunda vez: “¡Joshua!”.

Ahora se escuchó la voz más cerca, definida y muy clara, una voz femenina; repentinamente se vio frente a la pared del cementerio contiguo al hospital, junto a un arcaico árbol en cuya raíces que lucían fuera de la tierra; improvisaron una banca con un tablón y ramas como respaldo, ahí se encontraba una joven hebrea, de ojos azules y cabello dorado como los rayos del sol.

– ¿Miriam? ¡Miriam! ¡Es imposible! ¿Me conoces?

– ¡Vengo por ti! ¿Qué te parece? Dame la mano, no tengas miedo mi amor.

– ¡Nooo! ¡No tengo miedo!

Joshua toma la mano que le ofrecía la visión, sintiendo una mano huesuda, apretando con la fuerza que le daba su debilidad; en ese momento se escucha a lo lejos.

– ¡Joshua! Soy el doctor Meyer, tu amigo.

Cuando el doctor Meyer encontró a Joshua, se llevó una gran sorpresa al ver el cuerpo de éste tendido en el suelo, con un guante de seda finamente bordado en su mano, se percibía un intenso olor a rosas, flores favoritas de Miriam en vida. Lo que asombró intensamente a Meyer, fue el aspecto del cuerpo de Joshua; la mano que sostenía el guante de seda, se encontraba completamente enjutada; la piel acartonada, de color café claro y manchas obscuras, como momificada. “¡Yahvé ayúdame a entender, ayúdame a creer!”. Exclamó en voz alta el doctor Meyer.

Jorge Enrique Rodríguez.

5 de febrero de 2014.

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