Partiendo de una población ruidosa, con enorme contaminación en el ambiente, por una de las principales avenidas de la ciudad; me dirijo hacia el poniente, esta avenida tiene un camellón rebosado de rosales casi muertos asesinados por la cruel contaminación vehicular.
Hermosas estatuas de mármol italiano y otras forjadas en metal, pero lo que tampoco falta son los artesanos del semáforo que se empeñan en manipularlos, descomponiendo el flujo de los vehículos; después de soportar más de una hora de tráfico casi compacto, salgo a la carretera ya libre de problemas citadinos, ahora a sudarla con los camiones y chilangos locos que se creen Taruffi; confiado salgo con el ánimo positivo, no falta un camión de carga que con un cornetazo o varios, quiere que me haga a un lado como si la carretera fuese suya; ni modo, aquí manda el más fuerte y tengo que “orillarme a la orilla”.
Existe una gran variedad de paisajes verdes, sembradíos de sorgo, alfalfa, flores silvestres, parvadas de avecillas que buscan alimento o simplemente emigrando; los sembradíos de trigo en plena floración se mecen de un lado a otro como si fueran los brazos de peregrinos alabando a su Dios. La bóveda celeste tan azul, tan hermosa que parece la escenografía de la danza de las nubes, que con el leve vuelo del viento interpretan la danza de la vida.
Con mis pensamientos y sin perder atención a la conducción de mi auto; el fuerte sonido del claxon de un tráiler, me hizo volver a la realidad y al pasar este por la cinta asfáltica contraria, me botó hacia la derecha del camino hasta la cuneta. Afortunadamente era una carretera de solo dos carriles pero recta; craso error el mío no cerrar la ventanilla cuando se maneja a esas velocidades en solo dos carriles; debe conducirse con las ventanillas cerradas: todo quedo en un susto.
Cruzando el desierto de Sonora, frente a la Bahía de San Carlos y la salida para Huatabampo frente a mí, a la derecha está el cerro del hombre, le nombran así porque la silueta de su cima remeda el perfil de un hombre acostado; me sentía cansado y había ya 42° C y decidí descansar un poco. Estacioné el auto en un terraplén que estaba a la derecha de la carretera, abrí las portezuelas, y me recosté en el asiento trasero, me quede dormido por 40 o 50 minutos. La sensación de que algo frío se deslizaba en mis piernas sobre el pantalón me despertó y quedé inmóvil, era una víbora de cascabel yo sudaba horrores, me quedé paralizado entre miedo e instinto de supervivencia ya que alguna vez escuche que eso era lo mejor, ese ruidito es inconfundible, ¡era una cascabel! En un arranque de pánico, salte del vehículo a toda velocidad.
Una hora después llegue a Hermosillo, busque un hotel y me bañé; descanse un rato y más tarde salí a comer y como era hora del amigo aproveché para tomar un par de… refrescos. Soñé que usaba un cinturón de piel de víbora. Un viaje sin rumbo pero lleno de aventuras.
Jorge Enrique Rodríguez.
12 de noviembre de 2008.