Veo una recta, pero no es normal su apariencia, es semejante al hule o algún líquido que está a punto de ebullición; pero el auto en el que estoy me hace sentir que me parte con todo, me bamboleo, empiezo a sentir una especie de miedo y una gran necesidad de gritar pero no puedo, algo me lo impide. Lo más curioso es que no le veo fin al camino, ni alguna cuneta donde descansar, siento como si condujera a un mar de espuma que no fuese parte rígida, ni un solo lugar donde detenerse a meditar sobre los acontecimientos que me insinúa el subconsciente. Siento un sudor espeso y viscoso, que me da la impresión que es melaza. Ahora el camino se ve largo, angosto y franqueado por una barda sin ventanas y solo una puerta al final, frente a ella sigue el camino cercado con la misma barda; pero ahora de piedra, como de un metro y el resto hasta dos y medio metros, es cerca ciclónica. El camino cada vez se siente más blando y me bamboleaba como barca sin timón.

Sin más cambió la escena y veía una gran maleza violácea, casi gris, pero no veía ni sentía el suelo; sin embargo, no me hundía, sino parecía que caminaba sobre algo muy suave y resbaloso, no podía ver que era aquello, de hecho no podía ver cosa alguna. Movía las piernas y las manos sin saber si tocaría algo o caminar para algún lado; yo me sentía totalmente inerte, me movía, braceaba, caminaba; pero no sabía para dónde. Una noche de luna llena, con una plenitud de blancura pocas veces contemplada, la pálida Selene por la cual Pierrot lloraría eternamente sus lágrimas de amor. Arrobado contemplaba la visión; una vez así me fui a dormir. Al fondo, alcanzo a distinguir una luz muy brillante, que despierta en mí, una gran ansiedad de tomarla con las manos; pero caigo, me zumban los oídos al sentir el aire que roza mi rostro, no la alcanzo, caigo, sigo cayendo, en mi pecho siento que se revienta al sentir un gran impacto de luz en la cara. La caída se detiene, pero no percibo nada, la luz se ha ido.

En un cambio fugaz, me veo nadando, vestido; pero no en agua sino en el aire, los movimientos de mis brazos son como si nadara en el agua, mis brazadas eran muy rápidas, como si quisiera acortar el tiempo para llegar a algún sitio. Nadaba o volaba, no lo sé; de inmediato me veía en el campo, a pie frente a un bosque de árboles muy juntos, difícilmente podía ir pasando entre ellos; sentía los rasguños de las espinas, mis ropas se rasgaron, los pies me sangraban. Me pregunté en el sueño: ¿Bueno y todo esto para qué?

La reacción que sigue, tal vez sea el resultado de la lectura de algo sobre la mitología griega; resulta que me vi subiendo unos escalones de mármol, vestido a la usanza griega de aquella época, sandalias y una especie de alba con un lienzo sobre el hombro derecho y sostenido por el costado izquierdo con un broche de gemas preciosas. Me recibió un anciano que reflejaba fuerza física y sabiduría amplísima. Me pregunto con palabras de una fortaleza inigualable:

– ¿A qué has venido simple mortal?

– Señor, vengo a consultarte una cosa nada más, ¿Qué es la felicidad?

Responde Zeus con toda su majestad:

Cuando te respondas con honestidad absoluta, las preguntas que te vas a hacer tú mismo, lo sabrás. “¿Quién creo que soy?”, “¿Quién soy realmente?”, entonces sabrás lo que es la felicidad.

Jorge Enrique Rodríguez.

9 de julio de 2009.

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